El Jacarandá tiene aroma suave y casi imperceptible. Pero no mi Jacarandá. Ella huele a Heno de Pravia y a arroz con calamares.
Pasé mucho tiempo al lado del Jacarandá. Sus brazos fueron mi refugio en innumerables ocasiones, bueno el mío y el del resto de las mosqueteras.
Del Jacarandá recuerdo aún más cosas que del Juez. Pero quizás es así porque mi niñez la pasé junto a ella y parte de mi adolescencia también. Su pequeño gran departamento se convirtió en mi refugio cuando yo intentaba convertirme en la versión femenina del Juez siendo una joven adulta.
El Jacarandá me llevaba de niña a la plaza, donde juntas disfrutábamos darle de comer a las palomas. Caminábamos juntas, aún después de que ella fuera operada y le costara hacerlo. Al Jacarandá le gustaba esperarme a mi y a las mosqueteras con la comida hecha y un postre de vainilla o chocolate cuando volvíamos de nuestras clases.
El Jacarandá incentivó mi amor por la lectura, y por la escritura también. No sé cuántas veces de pequeña le habré pedido que me dibuje un cisne partiendo del número "2". Nunca pude hacerlo por mi misma. Pero a ella le salía perfectamente.
Su casa olía a libros antiguos. Algunos de los cuales rescaté y conservo con pasión y recelo.
Pasé muchas horas de mi vida junto al Jacarandá. De niña y de adolescente. Fue mi confidente de amores rotos y mi guardiana de esos secretos que nunca se dicen a los padres.
El Jacarandá era toda una profesional. Una adelantada de su época. Tal vez porque se dedicó a las ciencias. Su mente era muy abierta para la edad que tenía.
Su pelo blanco característico le dio siempre la apariencia de una abuela bonachona. Aunque sé por la Tejedora que como madre fue un poco difícil.
El Jacarandá tenía un árbol en el patio de su edificio, curiosamente un jacarandá. A la sombra del cual pasábamos juntas algunas tardes paseando a su "tota" y leyendo algún libro o revista "Anteojito".
Al Jacarandá le gustaba mirar a la nada. Leer en silencio y disfrutar de la calma. Viajamos juntas varias veces. Verla leyendo bajo una sombrilla frente al mar daba paz. Ver al Jacarandá leer daba paz.
Mientras su mente estuvo lúcida ella leyó, lo que cayera en sus manos, aún fuera una simple revista.
Sus vestidos anchos y con rayas, en especial el negro y blanco indicaban que el verano había llegado.
Me gustaba acariciar su pelo, suave, lacio y blanco. Me gustaba abrazar al Jacarandá.
El Jacarandá era especial. Sus ojos brillaban de una manera especial cuando veía a las mosqueteras, pese a que tenía otros nueve nietos. No podía disimular su amor y predilección por ellas. Siempre buscaba hacerles algún regalo en especial, el cual les daba en secreto para que el resto no se enterara.
El Jacarandá se fue apagando muy de a poco. Y una parte de mi lamenta mucho no haberla acompañado cuando se iba.
Y es que el Jacarandá era mi árbol de ramas fuertes, de sonrisa dulce, mi resguardo. Y una parte de mi no soportó verla marchitar. Quizás por eso la recuerdo así.
Mi Jacarandá disfrutaba las pequeñas cosas. Un simple paseo por una plaza era suficiente para verla sonreír.
Ella marcó fuerte a las mosqueteras. Su amor hacia ellas se reflejaba de pequeñas en las tortas de cumpleaños, y más de adultas, cuando ya no pudo demostrar su amor a través de la cocina, siempre sacaba de la manga un postre de vainilla o algún chocolate.
Las vistas desde su morada permitían perderse en el horizonte. Su compañía era tranquila. Silenciosa pero presente. Le gustaba tener un televisor prendido, aunque nunca lo estuviera viendo. Sólo cuando alguien llegaba lo apagaba, le gustaba oír voces de fondo. Una costumbre que aún hoy yo realizo. Quizá lo hacía para recordar los viejos tiempos en el norte donde siempre había murmullos.
Al final el Jacarandá ya estaba cansado. Pasó gran parte de su vida sin su compañero y no veía la hora de volver a verlo.
Echo mucho de menos mis charlas con el Jacarandá, volver a sumirme en sus brazos y secar mis lágrimas con sus vestidos, que mi piel termine oliendo a Heno de Pravia.
A veces la veo y vuelvo a sumirme en sus brazos. Vuelvo a sentir su aroma y sus manos arrugadas acarician mi cabeza. Siempre se sienta a mi derecha, sonríe y va de la mano de su gran compañero, el Doctor. Puedo ver sus miradas de enamorados, sus pelos canosos y sus manos entrelazadas como dos adolescentes. El Jacarandá lleva en su falda un pequeño perro blanco con manchas color marrón y un gato negro de ojos verdes.
Disfruté mucho pasar mi niñez y adolescencia de la mano del Jacarandá. Su presencia marcó hondo en mi y es muy probable que sea gracias a ella que estas líneas hoy se escriban.
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