El Juez era hijo de otra época. Hijo de una sociedad considerada antigua para los tiempos actuales. Creció en un mundo donde siendo hombre tenía responsabilidades que cumplir y cuentas que rendir. Le tocó crecer en un mundo injusto y desigual. Muchos años después entendería que fue eso lo que lo llevó a convertirse en Juez.
No llegué a conocerlo bien de verdad, al menos no como al Búho ni al Jacarandá. Me hubiera gustado conocerlo mejor, pasar más tiempo de niña con él. El Juez era la figura grande del panal. Siempre sentado en la punta de la mesa y con su semblante bonachón por fuera pero rígido por dentro.
Tengo pocos recuerdos del Juez de pequeña, de momentos vividos junto a él. He de confesar que mi relación con el Juez fue algo complicada para mi. Yo quería ser como él. Quería complacerlo y convertirme en su versión femenina. El Juez siempre ayudó a quienes podía. Era cercano a quien llaman Dios y lo fue hasta el último momento de su vida. Vivió muchas épocas en apenas noventa años. Muchos cambios culturales a los que increíblemente fue acomodándose. Nada tecnológico podía con él. Si no lo sabía, tenía que aprenderlo, no podía dejar que otros lo hicieran por él. Quizás por eso discutía a veces tanto con el Ingeniero, porque en el fondo ambos eran más parecidos de lo que les gustaría, y no sólo físicamente.
El Juez fue padre, abuelo y bisabuelo.
Un poco de mayor comencé a comprenderlo. No fue perfecto, cometió muchísimos errores, pero nunca dejó de pelearla. No sé si alguna vez lo escuché pedir perdón. Pero no necesitaba hacerlo con palabras. Sus miradas y silencios profundos eran más que suficientes. A su derecha siempre tuvo al Búho, quien con un golpecito en su mano o una simple mirada lo mandaba a callar.
De mayor comencé a hablar más con él, aunque nunca me animé a hacerlo profundamente. Una parte de mi temía lo que pudiera decirme sobre algunos temas. Nuestras charlas eran mundanas, pero el ambiente que se generaba al sentarme a su izquierda, mientras él me cebaba un mate era mágico. ¡Lo que daría por probar de nuevo un mate preparado por el Juez!. Su ritual a la hora de tomarlo es algo que aún hoy realizo cada día al poner el agua caliente.
El Juez siempre iba bien vestido, perfumado, peinado y afeitado. De chica me hipnotizaba verlo pasar la afeitadora eléctrica sobre su barba mientras vestía bata y pantuflas.
Su voz era fuerte y clara. Debió ser por lo que era Juez.
Me hubiera gustado verlo en su rol de Juez, dictando sentencia y haciendo justicia en los pasillos de Tribunales. Porque la justicia hizo siempre. Ayudando a quien lo necesitaba de la forma que mejor podía y le salía.
Porque hay que reconocer que le costaba demostrarse afectuoso al Juez. Al menos en sus primeros años de abuelo, aunque con el correr de los nietos se fue ablandando. Quizás porque después de veintitrés nietos y un angelito no pudo resistirse a ser un "abuelo", y terminó corriendo y jugando con ellos como un niño más.
El Juez pasaba muchas horas leyendo, informándose de la actualidad del mundo. Le gustaba salir de casa y hacer trámites.
Una copa de vino, o alguna más si la ocasión lo permitía, hacían que disfrute un buen asado. Y si a eso le sumaban un partido de fútbol su sonrisa se ensanchaba.
Disfrutaba conducir, tanto que cuando ya no pudo hacerlo más comenzó a apagarse.
Me hubiera gustado pasar más tiempo junto al Juez, tomar más mates, charlar mucho más. Pero noventa años fueron toda una vida. Ojalá el juez haya escuchado aquellas palabras que en confianza le dije ese treinta de septiembre cuando estuvimos a solas por última vez. Una parte de mí siente que sí. Porque desde que su alma dejó este mundo yo lo siento más presente que nunca. He podido tener esas charlas profundas que me hubiera gustado tener con su cuerpo físico, y siento su mano arrugada en mi hombro de vez en cuando junto a la del Jacarandá.
El Juez creía que hay vida después de la muerte física. Y con su partida he comprobado que así es.