Mi columna vertebral desde pequeña se sintió encorvada. Durante mi adolescencia el peso de mis pechos era la justificación más obvia. No quería que se me notara el cambio físico, entonces encorvaba la columna hacia adelante. Disimulaba mi cuerpo con prendas de vestir holgadas y tallas más grandes. Pese a que escuchaba la frase "una señorita debe ir derecha". Estar "derecha" me incomodaba. Ir erguida significaba mostrarme, decirle al mundo "acá estoy". Y yo no quería eso.
No me molestaba que la gente no me viera. Y sin embargo buscaba la aprobación de quienes me rodeaban, de mis maestros, de mis padres y abuelos. Intentando siempre hacer todo recto. Todo en orden y perfecto. Aunque mi columna decía otra cosa.
Así fue que me anoté en la universidad para seguir la carrera de derecho. Aunque nunca me vi realmente como abogada. Recuerdo estar en clase, en una de las aulas grandes de la universidad y sentirme incómoda, inquieta. No me costaba estudiar las materias. Me costaba rendirlas. Porque simplemente no me gustaban. Mis nervios alcanzaban proporciones inimaginables. Tal es así que la única materia que disfruté rindiendo fue Historia Argentina. Aún recuerdo a mis compañeros y amigos su sorpresa al verme luego de ese examen. Nunca me habían escuchado hablar con tanta confianza ni dar tan buen examen. Tal es así que mi nota fue un nueve. La más alta que he tenido en toda mi carrera. Y es que Historia me apasionaba. Desde pequeña siempre me gustó la historia. Para mi estudiar esa materia no era una obligación, era una dicha.
Por aquel entonces tenía diecinueve años. Estaba empecinada en seguir estudiando derecho. No me veía estudiando otra cosa.
Un tiempo después ingresé a trabajar al Poder Judicial. Todo iba en la dirección correcta. Tenía un empleo en la justicia y estudiaba derecho. Grandes cosas pensaba hacer con ello. Me convertiría en el orgullo de mi abuelo paterno, el Juez.
Los años pasaron y cada tanto me "tomaba un tiempo" de la facultad para viajar, estudiar idiomas, hacer yoga o cualquier otra cosa que apareciera en mi camino y que no significara estudiar derecho. Pero seguí estudiando. Seguí rindiendo. Cada vez con más peso. No podía abandonar. No estaba permitido para alguien como yo, abandonar la carrera, menos una tan gloriosa como la Abogacía.
Al menos eso me decía y me obligaba a creer. Lo cierto es que a los de afuera nunca les importó de verdad que estudiara esa carrera.
Seguí practicando diversos estilos de yoga, buscando hallar la paz que necesitaba para poder ponerme finalmente a estudiar y terminar la bendita carrera. Seguí viajando, recorriendo el mundo.
Un desprendimiento óseo en mi pie izquierdo me llevó a estar tres meses de baja en el trabajo.
Fue cuando me acerqué al estilo de vida minimalista, comencé a tomar conciencia del medio ambiente y me interesé por el cambio climático.
Entonces pensé que tal vez por ahí podría salvar mi carrera. Ser abogada ambientalista.
De nuevo a intentarlo. De nuevo a sentarme horas y horas en la silla, forzando a mi columna vertebral a mantenerse recta para leer y releer esas materias, a preparar un gran examen para por fin recibirme y convertirme en una abogada ambientalista.
Mis ganas de dejarla nunca fueron más grandes. Pero las voces de quienes me rodean, y las mías propias, diciendo "¿cómo no vas a terminar la carrera estando tan cerca?", continuaban (y continúan resonando).
A fuerza de ataques de pánico tuve que guardar los libros. Fue como sacarle a mi espalda una tonelada de encima.
Volví a mis clases de yoga, como terapia para ayudar a paliar los ataques de pánico. Volví a escribir también como terapia.
Volví al silencio. Hice borrón y cuenta nueva, desconecte redes sociales y me dediqué a escuchar.
Escondí los apuntes de derecho. no dejé rastros de ellos a la vista. Reorganicé mi estudio y lo llené de colores. Violeta en especial. Flores y aroma a palo santo.
Mi columna comenzó a erguirse casi sin darme cuenta. Pero ya casi sin dolor. Mis manos disfrutan el teclear por pasión y no por obligación como lo hago mientras trabajo.
Escucho el silencio y trato de que no me gane la ansiedad. Que no aparezca el monstruo del pánico. Respiro. Inhalo presente, el aroma a perrito caliente que desprende Draco echado a mi lado. Exhalo el miedo. Mientras tomo un sorbo de mate mi espalda vuelve a erguirse.
Hay un fuego dentro mío que no estoy pudiendo callar. Que me genera ansiedad pero esa de la buena. Una ansiedad a sueño. A cumplir metas. A dejar el pasado atrás. Dejar de ser "vaca" y convertirme en "gato".
Ser gato aterra. No es fácil convertirse en uno luego de treinta y cinco años de comodidad siendo vaca, estando al servicio de otros, cumpliendo con lo que socialmente se debe cumplir. Una parte de mi siente que lo hace por Indi. Su ronroneo calma mis miedos. Lo siento en el pecho. Ese prrrr que calmaba los ataques cuando no sabía que eran ataques.
Indi se fue muy pronto para mi gusto. Pero desde su partida física la siento aún más presente espiritualmente. Se ha convertido en mi tótem y su ronroneo en mi mantra.
Mi columna vertebral siempre fueron las letras. El sonido de mis dedos tecleando. Al principio parece imposible que vaya a salir algo coherente o digno de ser leído. Todo lo que sale es puramente personal y sólo para mis ojos. Pero se siente tan bien al final que una palabra se convierte en cien y de a poco y casi sin darme cuenta escribo más de mil palabras en un ratito.
Aún no sé cuál será mi destino creativo, ni mucho menos mi futuro profesional. Algo de lo que estoy segura es de que ya las viejas creencias de que tenía que ser abogada para ganarme el pan, quedaron muy atrás. O tal vez ya no me importan demasiado.
Ya van varios días en que me veo soñando practicando yoga, dando clases de ello. Esa idea está en mi cabeza hace años, pero antes lo veía como un hobbies.
Desde hace un par de semanas atrás me creo capaz de poder dedicarme a eso. De poder transmitirle al mundo un poco más de amor, Ahimsa, y algo de tranquilidad.
Mi pecho se infla y mi columna se alarga aún más al dejarlo plasmado por escrito.
Siento en mis venas correr ese fuego, en mi pecho Indi se escucha con fuerza y mis manos se sienten libres tipeando. Sonrío al ver el contador de palabras. Respiro al son del viento y las campanillas colgadas en el patio sonando.
Me abraza el silencio y confío.
Pasaron varios meses desde que escribí la historia anterior. Fue el comienzo de una serie de cuentos que escribí para mi familia.
Fue gracias a una iniciativa de la casita del árbol (la Bamhaus es un refugio creativo del que formo parte hace más de seis meses, repleto de personitas en búsqueda de una vida más creativa).
Todos los meses nos proponen una misión y en la de ese mes la idea era que Car (la creadora del refugio) sacara una carta de un mazo de cartas de tarot de animales (abajo te muestro la portada)
Cuando llegó el correo electrónico con el animal que me había salido recuerdo no haber estado muy contenta al respecto (mi carta era el Stingray o mantaraya para nosotros). Me parecía un animal sin encanto, sin nada de valor.
Hasta que leí su significado en la guía: "Desarrollo de la confianza, el sentido del ser. representa un punto fundamental en el crecimiento personal. Ha llegado el momento en que la raya debe decidir entre lo viejo (fácil, cómodo y familiar) y lo nuevo (desafiante, incómodo y desconocido). La presión de familiares y amigos complica aún más la decisión. No importa qué elección se haga ahora, es inevitable que éste dilema surja una y otra vez a medida que la fuerza del dharma crece dentro de la raya, demasiado fuerte para ignorarla"
Fue tal el sacudón que me produjo leer eso que al día de hoy llevo tatuada una mantaraya en mi piel para nunca olvidarme del camino que hice hasta llegar a estas líneas.
Un camino que tal vez nunca hubiera comenzado si mi cabeza y mi cuerpo no hubieran dicho "basta" a través de ataques de pánico que me obligaron a parar la pelota por ocho largos meses y empezar a buscar.
Mi columna vertebral desde pequeña se sintió encorvada. Durante mi adolescencia el peso de mis pechos era la justificación más obvia. No quería que se me notara el cambio físico, entonces encorvaba la columna hacia adelante. Disimulaba mi cuerpo con prendas de vestir holgadas y tallas más grandes. Pese a que escuchaba la frase "una señorita debe ir derecha". Estar "derecha" me incomodaba. Ir erguida significaba mostrarme, decirle al mundo "acá estoy". Y yo no quería eso.
No me molestaba que la gente no me viera. Y sin embargo buscaba la aprobación de quienes me rodeaban, de mis maestros, de mis padres y abuelos. Intentando siempre hacer todo recto. Todo en orden y perfecto. Aunque mi columna decía otra cosa.
Así fue que me anoté en la universidad para seguir la carrera de derecho. Aunque nunca me vi realmente como abogada. Recuerdo estar en clase, en una de las aulas grandes de la universidad y sentirme incómoda, inquieta. No me costaba estudiar las materias. Me costaba rendirlas. Porque simplemente no me gustaban. Mis nervios alcanzaban proporciones inimaginables. Tal es así que la única materia que disfruté rindiendo fue Historia Argentina. Aún recuerdo a mis compañeros y amigos su sorpresa al verme luego de ese examen. Nunca me habían escuchado hablar con tanta confianza ni dar tan buen examen. Tal es así que mi nota fue un nueve. La más alta que he tenido en toda mi carrera. Y es que Historia me apasionaba. Desde pequeña siempre me gustó la historia. Para mi estudiar esa materia no era una obligación, era una dicha.
Por aquel entonces tenía diecinueve años. Estaba empecinada en seguir estudiando derecho. No me veía estudiando otra cosa.
Un tiempo después ingresé a trabajar al Poder Judicial. Todo iba en la dirección correcta. Tenía un empleo en la justicia y estudiaba derecho. Grandes cosas pensaba hacer con ello. Me convertiría en el orgullo de mi abuelo paterno, el Juez.
Los años pasaron y cada tanto me "tomaba un tiempo" de la facultad para viajar, estudiar idiomas, hacer yoga o cualquier otra cosa que apareciera en mi camino y que no significara estudiar derecho. Pero seguí estudiando. Seguí rindiendo. Cada vez con más peso. No podía abandonar. No estaba permitido para alguien como yo, abandonar la carrera, menos una tan gloriosa como la Abogacía.
Al menos eso me decía y me obligaba a creer. Lo cierto es que a los de afuera nunca les importó de verdad que estudiara esa carrera.
Seguí practicando diversos estilos de yoga, buscando hallar la paz que necesitaba para poder ponerme finalmente a estudiar y terminar la bendita carrera. Seguí viajando, recorriendo el mundo.
Un desprendimiento óseo en mi pie izquierdo me llevó a estar tres meses de baja en el trabajo.
Fue cuando me acerqué al estilo de vida minimalista, comencé a tomar conciencia del medio ambiente y me interesé por el cambio climático.
Entonces pensé que tal vez por ahí podría salvar mi carrera. Ser abogada ambientalista.
De nuevo a intentarlo. De nuevo a sentarme horas y horas en la silla, forzando a mi columna vertebral a mantenerse recta para leer y releer esas materias, a preparar un gran examen para por fin recibirme y convertirme en una abogada ambientalista.
Mis ganas de dejarla nunca fueron más grandes. Pero las voces de quienes me rodean, y las mías propias, diciendo "¿cómo no vas a terminar la carrera estando tan cerca?", continuaban (y continúan resonando).
A fuerza de ataques de pánico tuve que guardar los libros. Fue como sacarle a mi espalda una tonelada de encima.
Volví a mis clases de yoga, como terapia para ayudar a paliar los ataques de pánico. Volví a escribir también como terapia.
Volví al silencio. Hice borrón y cuenta nueva, desconecte redes sociales y me dediqué a escuchar.
Escondí los apuntes de derecho. no dejé rastros de ellos a la vista. Reorganicé mi estudio y lo llené de colores. Violeta en especial. Flores y aroma a palo santo.
Mi columna comenzó a erguirse casi sin darme cuenta. Pero ya casi sin dolor. Mis manos disfrutan el teclear por pasión y no por obligación como lo hago mientras trabajo.
Escucho el silencio y trato de que no me gane la ansiedad. Que no aparezca el monstruo del pánico. Respiro. Inhalo presente, el aroma a perrito caliente que desprende Draco echado a mi lado. Exhalo el miedo. Mientras tomo un sorbo de mate mi espalda vuelve a erguirse.
Hay un fuego dentro mío que no estoy pudiendo callar. Que me genera ansiedad pero esa de la buena. Una ansiedad a sueño. A cumplir metas. A dejar el pasado atrás. Dejar de ser "vaca" y convertirme en "gato".
Ser gato aterra. No es fácil convertirse en uno luego de treinta y cinco años de comodidad siendo vaca, estando al servicio de otros, cumpliendo con lo que socialmente se debe cumplir. Una parte de mi siente que lo hace por Indi. Su ronroneo calma mis miedos. Lo siento en el pecho. Ese prrrr que calmaba los ataques cuando no sabía que eran ataques.
Indi se fue muy pronto para mi gusto. Pero desde su partida física la siento aún más presente espiritualmente. Se ha convertido en mi tótem y su ronroneo en mi mantra.
Mi columna vertebral siempre fueron las letras. El sonido de mis dedos tecleando. Al principio parece imposible que vaya a salir algo coherente o digno de ser leído. Todo lo que sale es puramente personal y sólo para mis ojos. Pero se siente tan bien al final que una palabra se convierte en cien y de a poco y casi sin darme cuenta escribo más de mil palabras en un ratito.
Aún no sé cuál será mi destino creativo, ni mucho menos mi futuro profesional. Algo de lo que estoy segura es de que ya las viejas creencias de que tenía que ser abogada para ganarme el pan, quedaron muy atrás. O tal vez ya no me importan demasiado.
Ya van varios días en que me veo soñando practicando yoga, dando clases de ello. Esa idea está en mi cabeza hace años, pero antes lo veía como un hobbies.
Desde hace un par de semanas atrás me creo capaz de poder dedicarme a eso. De poder transmitirle al mundo un poco más de amor, Ahimsa, y algo de tranquilidad.
Mi pecho se infla y mi columna se alarga aún más al dejarlo plasmado por escrito.
Siento en mis venas correr ese fuego, en mi pecho Indi se escucha con fuerza y mis manos se sienten libres tipeando. Sonrío al ver el contador de palabras. Respiro al son del viento y las campanillas colgadas en el patio sonando.
Me abraza el silencio y confío.
Pasaron varios meses desde que escribí la historia anterior. Fue el comienzo de una serie de cuentos que escribí para mi familia.
Fue gracias a una iniciativa de la casita del árbol (la Bamhaus es un refugio creativo del que formo parte hace más de seis meses, repleto de personitas en búsqueda de una vida más creativa).
Todos los meses nos proponen una misión y en la de ese mes la idea era que Car (la creadora del refugio) sacara una carta de un mazo de cartas de tarot de animales (abajo te muestro la portada)
Cuando llegó el correo electrónico con el animal que me había salido recuerdo no haber estado muy contenta al respecto (mi carta era el Stingray o mantaraya para nosotros). Me parecía un animal sin encanto, sin nada de valor.
Hasta que leí su significado en la guía: "Desarrollo de la confianza, el sentido del ser. representa un punto fundamental en el crecimiento personal. Ha llegado el momento en que la raya debe decidir entre lo viejo (fácil, cómodo y familiar) y lo nuevo (desafiante, incómodo y desconocido). La presión de familiares y amigos complica aún más la decisión. No importa qué elección se haga ahora, es inevitable que éste dilema surja una y otra vez a medida que la fuerza del dharma crece dentro de la raya, demasiado fuerte para ignorarla"
Fue tal el sacudón que me produjo leer eso que al día de hoy llevo tatuada una mantaraya en mi piel para nunca olvidarme del camino que hice hasta llegar a estas líneas.
Un camino que tal vez nunca hubiera comenzado si mi cabeza y mi cuerpo no hubieran dicho "basta" a través de ataques de pánico que me obligaron a parar la pelota por ocho largos meses y empezar a buscar.